Ingreso a la Academia

El ingreso de don Marco Fidel Suárez a la Academia de la Lengua en 1881

Por Teresa Morales de Gómez *

Crecí oyendo, maravillada, la historia de don Marco Fidel Suárez y de cómo había logrado, gracias a su virtud y su inteligencia, destacarse entre los más claros talentos de su generación. No me cansaba de oír el relato de la tarde en que ganó el concurso organizado por la Academia Colombiana, un premio que lo colocó en el camino del reconocimiento y de la fama. Y, niña aún, sentía un estremecimiento de emoción al imaginarme al joven Marco Fidel accediendo al podio a recibir la distinción.

Dice Marguerite Yourcenar en las notas escritas para sus Memorias de Adriano: “Tomar una vida conocida, concluida, fijada por la historia (en la medida en que puede serlo una vida) de modo tal que sea posible abarcar su curva por completo; más aun, elegir el momento en que el hombre que vivió esa existencia la evalúa, la examina, y es, por un instante capaz de juzgarla”[1].

Me atrevería a afirmar que si a Suárez se le preguntara en cual instante de su vida se había sentido más cercano a la felicidad y al entusiasmo, y con el cielo más despejado y luminoso, hubiera contestado que la tarde en que fue nombrado miembro de la Academia. 

Por parte de madre, su historia es de humildad y de trabajo. Consta que en 1814 vivía en la aldea de San Pedro el señor Cayetano Suárez, quien casó con María de los Ángeles Jaramillo. Al año siguiente nació Pía Suárez Jaramillo, abuela de Marco Fidel. Pía tuvo dos hijas naturales, que se llamaron Dionisia y Rosalía, cuando todavía era muy joven. Años más tarde, ya radicad en Hatoviejo, Pía se casó con Pedro Tamayo. Uno de los hijos de ese matrimonio el “tío Mauricio” A quien Marco Fidel recordará siempre con cariño y gratitud.

El 23 de abril de 1855 Rosalía tiene un niño hijo de uno de los “ñoes” de la “calle abajo”, el joven José María Barrientos. Don José María pertenece a la familia cuyo árbol genealógico se remonta a España en el siglo XVI y que ocupa un puesto preeminente en la historia de Antioquia. Entre sus miembros están don Francisco Javier Barrientos, firmante de la Constitución del Estado Soberano de Antioquia en 1812, don Alejandro Vélez Barrientos, gobernador en 1830, y don Joaquín Barrientos y Zelada, patriarca a la antigua usanza, de quien descienden gobernadores, presidentes, ricos ganaderos, industriales y toda esa raza que hizo de Antioquia un ejemplo de laboriosidad y empeño.

Marco Fidel no tiene un padre que vele por él, pero siempre encontrará apoyo y estímulo en los sacerdotes que lo conocen. La figura paterna es reemplazada por hombres de Iglesia, jóvenes y viejos que aprecian su inteligencia y lo llevan a estudiar donde creen que sus facultades serán mejor aprovechadas. Hasta su muerte se sentirá atado con vínculos de gratitud a la Iglesia que, en sus días de infancia, cuando se sentía desprotegido y solitario, le brindó su apoyo.

Ese año de 1862, la escuela está cerrada por falta de maestro. Al año siguiente es nombrado Baltasar Vélez, nueve años mayor que Marco Fidel, quien será siempre amigo y confidente. La escuela, como todo el pueblo, es muy pobre: por un informe del Jefe Municipal sabemos que asistían 25 niños, pero sólo había cinco mesas y una silla.

A mediados de 1866, a los once años, Marco Fidel se va para Fredonia con padre Joaquín Bustamante para entrar al colegio del padre Marco Aurelio Restrepo donde se desempeña como pasante. Al año siguiente vuelve a Hatoviejo, pero no dura allí mucho tiempo, pues en 1868 va a La Ceja, al colegio de la Santísima Trinidad, fundado por el padre José Joaquín Isaza y dirigido por el padre Sebastián Emigdio Restrepo. Allí estudia aritmética, teneduría de libros, religión y castellano; Historia Sagrada y urbanidad. Todos sus profesores se admiran de su seriedad, de su memoria prodigiosa, de su inteligencia y su conducta irreprochable. Todavía se conserva un ejemplar de la Memoria científica sobre el cultivo del maíz, del poeta Gregorio Gutiérrez González que le fue obsequiado por el padre Vélez. Dice así la dedicatoria:

A mi querido y virtuoso discípulo Marco Fidel Suárez. Un recuerdo de cordial estimación y un premio debido a su talento modesto, a su amor por el estudio y a sus virtudes. Débil obsequio de su maestro y estimador. Baltasar Vélez V. La Ceja, 26 de octubre de 1868.

En 1869, cuando Marco Fidel tiene 14 años, el padre José Joaquín Isaza lo acepta como becario en el Seminario de Medellín. El padre Isaza lo había conocido en Hatoviejo y había quedado muy impresionado por la seriedad, el silencio y la inteligencia del muchacho.

El primer local que ocupó el seminario estaba en la calle Pichincha. De ahí se trasladó a una casa nueva de dos pisos, que estaba situada en Palacé, entre las calles Caracas y Perú. Se formaron allí sacerdotes y seglares eminentes que brillaron después en la carrera eclesiástica y civil.

Entre sus compañeros, Marco Fidel no olvida a Juan Esteban Zamarra “cuyos talentos de matemático y jurisconsulto se asomaron brillantes entre el carbón que acarreaba al Seminario, para ser después lumbrera del Foro”. Y protagonista de un episodio que más adelante se le adjudicó a él mismo:

Zamarra llevaba carbón al Seminario siendo niño y enseguida se colocaba al lado de la puerta del aula a oír la lección de matemáticas que daba el señor obispo, sin que este lo viese; un día ningún alumno pudo resolver el punto en cuestión y entonces Juan Esteban, no pudiendo contenerse, lo resolvió en alta voz; salieron a ver quién era el feliz entrometido, pero ya había volado; halláronlo por fin y desde entonces empezaron sus estudios en Antioquia y luego en Bogotá y después su carrera brillante y quebradiza.

El aspirante por ingresar al Seminario debía dirigir una carta al Rector solicitando ser admitido. Marco Fidel la envía en los primeros días de enero de 1869. Dice:

Al Venerable Señor Rector del Seminario Conciliar de la Diócesis.

Provisor y Vicario Jeneral del Obispado.

Dean de la Iglesia Catedral del mismo:

Deseando yo, desde mi más tierna edad seguir la carrera sacerdotal y, como para llenar este designio se requiere como un requisito indispensable el ser alumno del Seminario y siendo Usía Ilustrísima el principal director de este distinguido plantel, le suplico, con el más profundo respeto, se digne admitirme en dicho establecimiento como alumno esterno de él.

Si U. tiene la bondad de dispensarme este favor, le quedaré eterna e infinitamente reconocido.

Al muy respetable Señor Doctor José Joaquín Isaza.

Me suscribo de U. su affmo. y obsecuente servidor.

Marco Fidel Suárez[6].

Otro requisito era la presentación de dos recomendaciones. Marco Fidel presentó una firmada por el padre Joaquín Tobón, quien vivía en Hatoviejo sin ningún cargo, después de haber renunciado a una canonjía en la catedral de Medellín y otra por el padre Joaquín Bustamante, cura párroco del pueblito. Ambas fechas el 4 de febrero de 1869. Pero, curiosamente, la matrícula es del 3.

Es importantísima la afirmación del joven aspirante a seminarista de que desde su “más tierna edad” ha querido seguir la carrera sacerdotal. Todas sus aspiraciones, sus estudios y sus ilusiones están ancladas en la idea de servir a Dios. Todo el misticismo ingenuo de su infancia se va a concretar ahora en estudios que apuntan, casi sin excepción, a su futuro sacerdocio. Sus mentores debían saber de esta ardiente vocación, por lo tanto, llama la atención que solamente el padre Tobón, que lo conocía desde la cuna, pronosticara para él una carrera literaria, vaticinio que finalmente salió verdadero. Por las palabras de los sacerdotes que lo recomiendan nos formamos la idea de un joven estudioso y serio, con una cualidad que lo va a acompañar toda la vida y que no es la más adecuada para un político: la humildad.

El reglamento del Seminario desde 1869 hasta 1876. Casi ocho años, definitivos en la formación de una personalidad. Estudia matemáticas, historia, geografía, algo de francés, latín, teología dogmática y moral, sagradas escrituras, derecho canónico y filosofía en todos sus aspectos. Más de la mitad de las asignaturas son de carácter religioso y en realidad demasiado serias para su edad. Pero son necesarias para su formación doctrinal.

Ya para la segunda mitad de 1871 es nombrado catedrático. Lo sabemos porque su firma aparece en las actas de los exámenes, pero no se sabe cuáles eran las asignaturas a su cargo, los detalles del nombramiento, si eran ad honoren o si una vez más era una ayuda económica de los superiores para que el joven tuviera algún dinero.

Año de 1873. Tiene dieciocho años. Ya es un hombre. Al otro día de matricularse es nombrado profesor de matemáticas y caligrafía, con un sueldo de doce fuertes. Clases, estudio y oración; pero ¿qué era de su interior? No tenemos muchos datos. Las notas de los exámenes siempre las mejores y las máximas. Lento ascensor académico. Habría que pensar si no fue una suerte el que no se hubiera hecho sacerdote… Habría sido un señor obispo, con un pequeño poder, escribiendo sermones. Quizás más feliz.

Ya en su último año en el seminario, Marco Fidel se matricula solamente en derecho canónico y en teología dogmática. Ha pasado toda su adolescencia encerrado con sus libros. Con travesuras, claro está, con bromas entre los compañeros, con paseos al río. Ha sido feliz pues está en su elemento: los libros y los documentos viejos para archivar y ordenar. Todavía conserva la ilusión de ser sacerdote. Tiene veinte años.

Se ha dicho que Marco Fidel mismo renunció a ser sacerdote porque no se sentía digno de “tan alta investidura”. Se ha dicho también que no fue aceptado por su nacimiento irregular. Esta parece ser la verdad. Debemos recordar que en la solicitud para entrar al seminario justifica su pedido diciendo que “desde su más tierna infancia” ha querido ser sacerdote, pero sabía que el hecho de ser hijo natural lo hacía inaceptable. Quizás se tramitó la dispensa, pero la respuesta debió ser negativa.

Al terminar sus estudios Marco Fidel mira a su alrededor. Hay que enfrentarse a la vida, ¿qué hacer? Aún no ha recibido respuesta de su solicitud de ser ordenado sacerdote. Vacila entre ser maestro o minero, según refiere en el “Sueño de los Refranes”, pero se decide por la docencia y a mediados de agosto de 1876 se emplea como director interino de la escuelita de Hatoviejo.

A mediados de 1877 escribe a su antiguo benefactor, el padre Sebastián Emigdio Restrepo:

Mi respetado señor:

Necesito hacer al señor Obispo una consulta, pero a causa de serme tan difícil comunicarme con él se la hago a Ud. y su resolución me satisfará tanto como la que él me diera.

Es el caso que los vecinos de este pueblo han hecho una solicitud al director de Instrucción Pública del Estado, en que piden se me nombre director de la escuela de aquí; ¿y qué debo hacer yo, caso de que se me haga dicho nombramiento? ¿Acepto o no acepto?

Esta es la pregunta que le presento y que aguardo de su bondad se digne contestar, siquiera sea por medio de un sí o un no.

Hágame el favor de decirme igualmente qué esperanza puedo tener acerca del seminario. Dispense la molestia que le ocasiona su agradecido y afectísimo discípulo[7].

Esta carta, que se encuentra en el Archivo de la curia de Medellín, es muy reveladora. En primer término, porque está fechada el día 14 de agosto de 1877 y el nombramiento se había producido el día 13. Marco Fidel se había posesionado el mismo día 14. Entonces, ¿por qué consulta a su antiguo maestro y amigo? Se puede pensar que la carta era sólo un pretexto para preguntar si “podía tener esperanza acerca del seminario”. ¿Esperaba todavía la dispensa para ser sacerdote? No tenemos respuesta.

Trabajó hasta terminar el año 1877 y con intervalos de algunos meses en los cuales debió retirarse por problemas de salud, dedicó sus energías a la formación de los niños de Hatoviejo.

El informe de un visitador escolar en 1878 describe así la escuela: “es de tapia muy espaciosa, situada en la parte occidental de la plaza y pertenece al Distrito de Medellín”[8]. A ella concurrían 84 niños que estudiaban lectura, escritura, aritmética, religión y zoología. El mobiliario constaba de 12 bancos, 11 mesas, 1 tablero, 48 pizarras y 100 gises. Además 16 aritméticas, 23 gramáticas y una botella de tinta.

No debe asombrarnos el saber que cuando se declara la guerra civil en el Estado Soberano de Antioquia, el joven maestro líe sus bártulos, abandone las pizarras, los gises y la botella de tinta y se aliste en el ejército como soldado raso.

Al salir de su mundo, aunque fuera el sencillo mundo de un maestro de escuela rural, tiene que tomar partido por sus principios que se veían amenazados. Por esta razón cuando se le viene encima la realidad, hasta entonces solamente sospechada, se va a la guerra sin vacilación. Es una guerrita corta, pues no dura sino dos meses, pero con su participación en ella paga la cuota de colombiano revolucionario del siglo XIX. Esta aventura marca en su vida una ruptura definitiva. Desamarra las ataduras campesinas y decide alistarse en las “montoneras” revolucionarias. Él mismo nos cuenta:

Hostigada Antioquia con el régimen de opresión, se lanzó a la malhadada revolución militar de 25 de enero de 1879, pensando que se repetirían los prodigios de Yarumal y Cascajo, confiando en pérfidas promesas, creyendo en ambiciosos planes y aguardando encontrar en el Capitolio Nacional siquiera la intermitente equidad y a veces elevada política del doctor Murillo Toro. Todo fue un sueño. Armados de palos y escopetas, esperando lo de fuera en la toma por sorpresa de la capital y los de la capital en grandes ejércitos de fuera, se presentaron en grupos casi inermes a la crueldad del general Rengifo[9].

Quien después de la derrota de los revolucionarios recorrió triunfante el norte de Antioquia y al llegar a Medellín declaró que entregaría “al escarnio de la sociedad y al castigo de la justicia a los que hacen las revoluciones y llevan a los pueblos a la manzana”.

El general Rengifo ordena que se “suspendan todos los directores de escuelas elementales que no sean liberales y decididos sostenedores del gobierno y que, si no hay personas de esas condiciones con quienes reemplazarlos, haga cerrar las escuelas e inventariar sus útiles y muebles”.

Los sacerdotes deciden entonces abrir escuelas parroquiales y así el padre Nilo Hincapié funda una que será dirigida por el padre Baltasar Vélez. Allí Marco Fidel dicta algunas clases durante el resto del año de 1879 y colabora en la escuela de niñas, como él mismo cuenta:

Recuerdo a don Tristán Sosa, padre de uno de nuestros mejores amigos y al doctor Gonzalo Correa, abnegado y buen patriota, que eran consejeros del colegio… y no consejero sino numen de protección era el doctor Manuel Uribe Ángel, la figura acaso más atractiva de Antioquia moderna, por los destellos de su cultura, beneficencia y espíritu público que sirven de marco a su sabiduría profesional y a su bella literatura. Recuerdo también al joven Rafael Heredia, muy bueno conmigo, así como a Félix Antonio Calle, mi compañero asiduo en el estudio de la Gramática de Bello[10].

Dos recuerdos vienen a la mente de Suárez: la de su benefactor Uribe Ángel, quien lo estimulaba facilitándole los libros de su extensa biblioteca, dándole consejo y animándolo para que aprovechara los grandes talentos que le reconocía, y el de Félix Antonio Calle, quien llama la atención porque está asociado a la Gramática de Bello. No era pues nuevo el interés por las doctrinas gramaticales del sabio venezolano. Vemos que lo estudiaba ya desde Envigado. Un año más tarde ese trabajo cambiaría de una vez y para siempre el panorama de su vida.

Su vocación religiosa se ha frustrado por circunstancias que no puede controlar, pero obediente a la decisión inapelable de la Iglesia, se consuela pensando que podrá servir a Dios en otros campos y acepa su destino.

Estimulado por su amigo Baltasar Vélez y empujado por su sangre trashumante decide probar fortuna en Bogotá. Recuerda a su antiguo profesor en el Seminario, el eminente gramático sonsoneño don Emiliano Isaza, quien le había enseñado francés y castellano en los años de 1869 a 1872. Don Emiliano había colaborado en el Repertorio Colombiano, periódico dirigido por don Carlos Martínez Silva. Había viajado a Bogotá en 1876 a causa de la situación política en Antioquia y en ese momento enseñaba en el Colegio del Espíritu Santo, que regentaba el mismo Martínez Silva. Así pues, Marco Fidel escribe a su antiguo profesor para solicitarle una recomendación.

Este viaje significa dejar solas a Rosalía y a Solita. Pero sabe que el padre Vélez cuidará de ellas. Sabe también que sería un error no intentar la conquista de la capital. Esperanzado, confiado, recoge sus libros, único capital y emprende camino.

Mucho se ha especulado sobre las circunstancias de ese viaje. Entre las muchas leyendas que se han tejido sobre su pobreza se ha dicho que lo hizo a pie; otros más radicales lo hacen marchar descalzo… hay cierta satisfacción en mostrarlo desvalido y paupérrimo, quizás para que la ascensión al poder sea más dramática y el ejemplo más conmovedor.

El viajero llega a Bogotá en una mañana de agosto. El frío que atemoriza a los provincianos recién llegados se hace aún más áspero. La bruma matinal se levanta sobre las praderas verdes y amarillas. ¿Cómo será la gente? ¿Podrá abrirse campo? ¿Encontrará trabajo? De nuevo se preocupa por su pobreza, por su propia figura, pero es un muchacho fuerte, joven, bien parecido, con su piel blanca y sus ojos negros vivos y penetrantes. Saldrá adelante, confiando en Dios.

Se presenta en el Colegio del Espíritu Santo con sus cartas de recomendación y sus notas del Seminario. Esos documentos y su porte sencillo convencen a los directores, que lo reciben inmediatamente. Así fue como dos días después de su llegada entra en uno de los planteles más acreditados del país.

El colegio, acreditado entonces en toda la nación, contaba con un grupo de profesores de la más alta calidad; patriotas y políticos que trabajaban por la formación de la juventud, hasta entonces obsesionada por las guerras civiles y las pugnas partidistas. Suárez menciona a Miguel Antonio Caro, a Santiago Pérez, a Juan Antonio Pardo, a Aníbal Galindo, a Clímaco Calderón y a muchos otros.

Ese mismo año Marco Fidel empieza, él mismo, a dictar clases. Entre sus discípulos están José Vicente Concha y Miguel Abadía Méndez. Se tropezará con ellos en el camino de la vida, y no siempre serán sus partidarios.

No tenemos una crónica personal de sus primeros días en Bogotá, pero dejando leyendas aparte (el estudiante que hereda los trajes viejos de sus compañeros, el empleado que va a trabajar sin haber desayunado), creemos que debieron ser de deslumbramiento y expectativa.

¿Cómo era Bogotá en 1880? Sin duda una ciudad de contrastes: a la oscuridad de las calles, los montones de desperdicios frente a las casas, a las condiciones higiénicas que ocasionaban epidemias de tifo y disentería, a la falta de agua corriente, es decir, a la precariedad de la vida cotidiana, se oponía riquísima vida cultural y, más específicamente, literaria.

La ciudad tenía cerca de 85000 habitantes, sus límites no habían variado demasiado después de la colonia. Los barrios principales seguían siendo el de la Catedral, las Nieves donde vivían los artesanos, Santa Bárbara y San Victorino, por donde entraba el camino de occidente.

El recién llegado encontraba una plaza principal y calles reales empedradas; viejas y hermosas iglesias: Santo Domingo, San Francisco, la Capilla del Sagrario; algunos colegios notables: San Bartolomé, Santo Tomás y El Espíritu Santo, y dos o tres librerías.

Dice don Marco en el “Sueño del señor Pombo”:

Felices tardes y afortunadas mañanas en que el inspirado vate daba contento a sus cofrades, ahí en la calle de la Librería Americana, cuando esa calle podía andarse sin peligro de estrépitos y carruajes, en el reposo de las letras y de los sosegados diálogos bajo las inspiraciones de la Academia y del Repertorio Colombiano[13].

Los intelectuales bogotanos eran de una cultura y un refinamiento inusitados, que sorprendían a los visitantes extranjeros. La Biblioteca Nacional, que había conservado los libros de los jesuítas, tenía cerca de 20000 volúmenes. Se publicaban muchísimos periódicos, algunos de corta vida, pero que atestiguaban la inquietud intelectual de los bogotanos. Notable era el Papel Periódico Ilustrado, publicado por Alberto Urdaneta, que era una verdadera joya de erudición y buen gusto.

La influencia del romanticismo europeo era notable en la política y en general en todos los movimientos culturales, pero sobre todo en la literatura donde su presencia era muy virtuosa: los escritores y poetas de la época se nutrían de las lecturas de Victor Hugo, Lamartine, Eugenio Sué y Chateubriand; pero también de los españoles Mariano José de Larra, el Duque de Rivas y Espronceda. “Qué leían llorando”, como dice el doctor Luis López de Mesa.

Se discuten apasionadamente temas de filología y gramática, se habla en latín sin dificultad, se versifica con una facilidad asombrosa, y poetas románticos como Diego Fallon y Rafael Pombo mantienen a sus conciudadanos en perpetua admiración. Don José Manuel Marroquín escribe La Perilla y el Tratado de Ortografía que todavía se usa; don José María Samper escribe teatro, historia, recuerdos de viajes y política.

Al lado de los movimientos poéticos florecen los humanistas, cuyos grandes exponentes son don Miguel Antonio Caro, traductor de Virgilio, y don Rufino José Cuervo, quién en 1881 publica la tercera edición de sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, obra monumental. Ezequiel Uricoechea, que había sido profesor de gramática árabe en la Universidad de Bruselas, escribe sobre el vocabulario y la gramática chibchas.

El joven antioqueño había dicho:

Les contaré que cuando vine a Bogotá, mucho antes de llegar al medio del camino de mi vida, me poseía durante varios meses el deseo de conocer a personas muy famosas u a objetos célebres que había oído encarecer en mi tierra. Caro, el señor Cuervo y el doctor Felipe Zapata, por lo chiquito y por lo grande, entre los objetos, la estatua de Tenerani y el salto de Tequendama…[14].

El llegar a Bogotá y encontrarse con sus paradigmas debió ser definitivo.

En la Reseña de la Academia Colombiana de la Lengua de don Eduardo Guzmán Esponda publicada en 1973 al cumplirse el centenario de su fundación, se recuerda que el día 10 de mayo de 1871 el señor José María Vergara y Vergara se reunió con los señores Miguel Antonio Caro y don José Manuel Marroquín, en junta preparatoria para echar los fundamentos de la Academia. Vergara fue designado presidente de la junta, Marroquín secretario y Caro censor. Se nombraron 12 individuos en recuerdo de las doce primeras chozas levantadas por los conquistadores españoles como principio de la ciudad de Bogotá. Dice el Dr. Guzmán:

Todos los nombrados eran personalidades de primer orden en el campo de la filología, de la literatura, de la educación, de la elocuencia o de la política, pues el espíritu de la Academia es reunir personas representativas de las actividades literarias, lingüísticas, científicas, políticas o artísticas de la nación, siempre que se hayan distinguido en el buen manejo del idioma.

En junio de 1881, Marco Fidel se entera del concurso que, con motivo del centenario de don Andrés Bello el próximo 29 de noviembre, ha promovido la Academia Colombiana y decide tomar parte. Ha trabajado en la gramática de Bello desde sus días del seminario y el tema lo apasiona.

Para entrar a concursar, la Academia le ofrece como temas un elogio de don Andrés Bello, un estudio crítico de su obra o un ensayo científico o literario relativo a cualquiera de sus trabajos. El autor de la obra premiada recibirá un diploma de miembro correspondiente, un ejemplar de la edición que actualmente se está haciendo en Madrid de las poesías de Bello y 300 ejemplares de la obra premiada, que la Academia imprimirá a sus expensas.

Por fin llega el día, reunida la Academia para su celebración. ¿Qué sentiría el joven Marco Fidel, sentado entre el público en ocasión tan solemne, en el hermoso Salón de Grados, en medio de todos los grandes intelectuales de su época? ¿Cómo latirá su corazón esperando que se iniciara el acto académico para el cual se había preparado tanto?

En el Anuario de la Academia está reseñada esta tarde inolvidable. Dice así:

El local estaba rica y artísticamente adornado. Sobre un excelente retrato del gran poeta y publicista, formaban dosel las banderas de las tres repúblicas que compusieron la antigua Colombia, patria de Bello, entrelazadas con la de Chile, patria de sus hijos y de entre ellas se alzaba la bandera española, en memoria de la madre común, en recuerdo también de la Academia de la Lengua, que honró a Bello y de la cual forma parte su correspondiente la colombiana y como símbolo, en fin, de la unidad de nuestra raza y civilización y de la reciente cordial reconciliación oficial de España y Colombia[15].

Cuando los miembros de la comisión informaron que dos composiciones eran acreedoras del premio, el corazón de Suárez debió detenerse; volvió a la calma al saber que había sido dividido en dos. Todavía había una esperanza. Y debió saltar de nuevo al oír que se confería el título de Académico al autor del ensayo que principiaba “Cuando los modernos idiomas de Europa” y que estaba firmado con las letras WZK. Era el suyo.

Continúa el informe:

El señor don Rafael Carrasquilla leyó una muestra del primer trabajo que sorprendió a todos por la erudición que descubre su autor y la galanura del lenguaje.

Grande ansiedad dominaba a todos los espíritus por conocer los nombres de los vencedores en la lista literaria y el señor Marroquín escogió a los señores Martínez Silva y De Guzmán para poner en manos de dos señoras los pliegos cerrados con el fin de que, abiertos por ellas, el premio quedara adjudicado.

El señor De Guzmán proclamó el nombre del señor Marco Fidel Suárez como autor de la primera composición y el señor Martínez Silva el del señor Lorenzo Marroquín como autor de la segunda.

Muy pocos de los concurrentes conocían al señor Suárez y todas las miradas buscaban inútilmente al afortunado vencedor hasta que éste, obedeciendo al llamado del señor Marroquín, bajó de la galería de la izquierda, entre una salva de aplausos y subió al estrado a recibir el diploma que acreditaba haberse hecho él acreedor del premio. A las palabras que, al entregárselo le dirigió el director, al joven Suárez, con una modestia sin afectación contestó “Recibo este diploma no como un premio sino como un estímulo para hacerme digno de él”[16].

Don Antonio Gómez Restrepo recuerda esos momentos en el Prólogo a la Selección de Escritos de Marco Fidel Suárez:

Presentose Marco Fidel Suárez, modesto pero sereno a recibir el título de académico correspondiente y el ilustrado concurso supo que aquel jovencillo había sido capaz de analizar la gramática de Bello a la luz de los últimos adelantos filológicos y había escrito no una tesis, sino un libro que es indispensable complemento de la obra fundamental del sabio venezolano. Desde aquella noche memorable el señor Suárez quedó consagrado como un maestro en literatura; reputación que se fue afirmando de día en día hasta hacer de él la figura procera que la nación respeta y admira[17].

Hacía poco más de un año que el “jovencillo” había llegado a Bogotá. Su nombre estaba consagrado. El joven antioqueño, ahora académico, había conquistado a la lejana y brumosa ciudad de sus sueños.

Le faltaban todavía por vivir triunfos y amarguras. Tendría todos los honores y conocería también la deshonra, como él mismo dice tan bellamente. Pero no cabe duda de que ese momento único iluminará para siempre el largo y tortuoso camino de su vida.

* Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia. Nieta de don Marco Fidel Suárez.

[1]     Yourcenar, Marguerite, Memorias de Adriano, Suramérica, Buenos Aires, 1955, pp.242-257. Ediciones Gallimard, 1974, Julio Cortázar, traductor.

[2]     Suárez, Marco Fidel, “El sueño de la Anexión”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo VIII, p. 131, Librería Voluntad, Bogotá, 1941.

[3]     Suárez, Marco Fidel, “El sueño de mi pueblo”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo IX, p. 125, Librería Voluntad, Bogotá, 1941.

[4]     Suárez, Marco Fidel, “Un sueño en otro pueblo”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo I, p. 217, Librería Voluntad, Bogotá, 1941.

[5]     Suárez, Marco Fidel, “El sueño del verano”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo IX, p. 125, Librería Voluntad, Bogotá, 1941.

[6]     Sánchez Camacho, Jorge, Marco Fidel Suárez, Biografía. Imprenta del Departamento, Bucaramanga, 1955. p. 25

[7]     Archivo de la Curia, Medellín.

[8]     Sánchez Camacho, Jorge. Marco Fidel Suárez, Biografía. Imprenta del departamento, Bucaramanga, 1955.

[9]     Suárez, Marco Fidel, “El sueño del padre Nilo”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo XII.

[10]   Suárez, Marco Fidel, “El sueño de las alas”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo XII, pp.389-390.

[11]   Saldarriaga Betancourt, De sima a cima, Medellín, Imprenta departamental, Biblioteca de autores antioqueños.

[12]   Suárez, Marco Fidel, “El sueño de la gratitud”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo II, pp.199, Librería Voluntad, 1941.

[13]   Suárez, Marco Fidel, “El sueño del señor Pombo”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo IX, p. 140. Librería Voluntad, 1941.

[14]   Suárez, Marco Fidel, “El sueño del campanero”, Sueños de Luciano Pulgar, tomo VII, p. 152. Librería Voluntad, 1941.

[15]   Anuario de la Academia Colombiana, tomo I, 1874-1910, Bogotá, Imprenta Nacional, 1935.

[16]   Anuario de la Academia Colombiana, tomo I, 1874-1910, Bogotá, Imprenta Nacional, 1935.

[17]   Gómez Restrepo, Antonio, Selección de escritos de Marco Fidel Suárez, Bogotá, Librería Voluntad, 1942, pp. 350-351