El viaje desde Hatoviejo

El viaje de Marco Fidel Suárez de Hatoviejo a Bogotá

Marco Fidel Suárez arribando a Bogotá en 1880. Ilustración ©Miguel Sierra
Marco Fidel Suárez arribando a Bogotá en 1880. Ilustración ©Miguel Sierra

Marco Fidel Suárez ya había perdido definitivamente la esperanza de ser sacerdote. Su vocación se había frustrado por circunstancias que no pudo controlar, pero obediente a la decisión inapelable de la Iglesia se consoló pensando que podría servir a Dios en otros campos y aceptó su destino. Es así como, estimulado por su amigo Baltasar Vélez y empujado por su sangre trashumante, Marco Fidel decide probar fortuna en Bogotá.

Una vez en la ciudad, Suárez acude a un antiguo profesor  del Seminario, el eminente gramático sonsoneño don Emiliano Isaza, quien le había enseñado francés y castellano en los años de 1869 a 1872. Don Emiliano había colaborado en el “Repertorio Colombiano”, periódico dirigido por Carlos Martínez Silva, un gran político e intelectual santandereano, quien había viajado a Bogotá en 1876 a causa de la situación política en Antioquia y en ese momento dirigía el Colegio del Espíritu Santo, uno de los más afamados del país.

Marco Fidel escribe a su antiguo profesor para solicitarle una recomendación:

Señor Don

Emiliano Isaza

Bogotá.

Muy querido y recordado señor:

Lo saludo y le deseo bienestar.

Hace tiempo que deseo hacerle una súplica y la pena que siento al ocasionarle una molestia me ha detenido. Pero acordándome de cuán bueno ha sido usted, cobro ánimo y me resuelvo.

A consecuencia de la última guerra hube de permanecer oculto hasta el mes de junio por estar de maestro de escuela cuando empezó la revolución en la que tomé parte como soldado. Me siguieron causa y ésta, gracias a Dios, ningún mérito prestó. Quedé sin destino y en vano he probado hallarlo e estos meses.

Usted comprende lo difícil de la situación aquí en Antioquia para los que están en circunstancias como las mías. Aunque reputo sumamente difícil, si no imposible, hallar una colocacioncita para mí en Bogotá, me atrevo a consultar esto con usted. ¿Cree usted que pueda yo encontrar un destino al alcance de mis fuerzas, de escribiente, por ejemplo, y que me dejara tal subsistencia y algún tiempo para estudiar?

Ojalá se digne resolverme la consulta y ojalá me hiciera el bien de trabajar en este sentido. Deseo vehementemente estudiar y concluir alguna carrera; cierto que ya mi edad está avanzada para emprender estudios, pues tengo más de veinticuatro años, pero yo creo que nunca es tarde para estudiar.

Esto, sabrá usted, sigue como al principio. No sé si será así por los siglos de los siglos.

Reciba la expresión de mi afecto y los votos por su felicidad Su afectísimo, agradecido servidor.

                Marco Fidel Suárez

     Hatoviejo, 14 de enero de 1880.

Este viaje significa dejar solas a Rosalía y a Solita, pero sabe que su protector, el padre Baltasar Vélez cuidará de ellas; sabe también que sería un error no intentar la conquista de la lejana ciudad capital. Esperanzado, confiado, recoge sus libros, único capital, y emprende el viaje.

Mucho se ha especulado sobre las circunstancias de ese viaje. Entre las muchas leyendas que se han tejido sobre su pobreza, se ha dicho que lo hizo a pie; otros más radicales lo hacen marchar descalzo… Hay cierta satisfacción en mostrarlo desvalido y paupérrimo, quizás, para que la ascensión al éxito sea más dramática y el ejemplo más conmovedor.

El 6 de julio de 1880, Marco Fidel inició el viaje que él mismo relata así:

“Salí de Medellín buscando la única vía transitable que era la del sur de Antioquia. Aquí (en Aguadas) con los pocos fondos de que disponía alquilé un caballito para seguir a Honda transmontando la cordillera central de los Andes; era él de tan pocas fuerzas y malos pasos que a la más leve pendiente o tortuoso recodo, tenía yo que echar pie a tierra y caminar horas seguidas cabestrándolo. En esta situación fui alcanzado por un señor maduro, vigoroso y festivo, quien sin saludo de preámbulo me preguntó para dónde iba. Apenas le informé que para Bogotá, soltó a reír burlándose de mi rocín, mandó a su peones que arrimaran una de las mulas de la partida, la ensilló con mis pobres aperos y me ordenó que montara.

—Pero Señor —le dije con muchas protestas de agradecimiento—, si mi caballo, no afanándolo me lleva a El Fresno y mi bolsa está exhausta para abandonar otro arrendamiento.

—¿Quién habla de arrendamiento? —repuso—. Este animal se te muere en el camino y tú tampoco llevas trazas de judío errante. Sube aprisa y toma este fusil, para que lo lleves en la cabeza de la silla.

El señor se despidió, ordenándome que entregara la mula a su agente en Honda y dijo que se llamaba Pantaleón González. Mi afecto por este patriarca no ha tenido límites y me entristece no encontrarlo entre los vivos para estrechar la mano del hombre a quien Manizales venera como el primero de sus benefactores.”

Mapa del Estado de Antioquia, 1880. Wikipedia
Mapa del Estado de Antioquia, 1880. Wikipedia

Dicen los cronistas que en Honda, Marco Fidel encontró un telegrama de su benefactor en el que le decía que podía vender la mula y disponer de esos dineros para instalarse en Bogotá.

Al llegar al alto de La Mona, Suárez detiene su cabalgadura, respira hondo sobrecogida el alma por al belleza del espectáculo que se extiende a sus pies: las montañas azules y el río refulgente de la patria. De pronto siente un escalofrío, recuerda el clima celestial de Hatoviejo y se arrebuja un poco más en su capote; echa a andar meditando. Atraviesa la sabana inmensa, a lo lejos los montes de Monserrate y Guadalupe cierran el horizonte; su mulita empieza a caminar con más sosiego. Marco Fidel observa todos los tonos de verde que le refrescan el alma. Un portalón solemne se yergue en medio de trozos de tapia pisada que debieran encerrar un lujoso jardín, ahora se abren a un camino de tierra que conduce a una casa escondida detrás de los árboles.

El viajero llega en una clara mañana de agosto, el frío que atemoriza a los provincianos recién llegados se hace aún más áspero, pero ya la bruma matinal se levanta sobre las praderas verdes y amarillas. ¿Cómo será esa ciudad con la que tanto ha soñado? ¿Cómo será su gente? ¿Podrá abrirse campo? ¿Encontrará trabajo? De nuevo se preocupa por su pobreza, por su propia figura. Pero es un hombre fuerte, joven, bien parecido con su piel blanca y sus ojos negros vivos y penetrantes. Saldrá adelante, confiando en Dios.

Al otro día de su llegada, Marco Fidel se presentó en el Colegio del Espíritu Santo, con sus cartas de recomendación y sus Notas del Seminario de Medellín. Esos documentos y el porte sencillo del muchacho convencieron a los directores, quienes lo recibieron inmediatamente. Marco Fidel Suárez siempre encontraba personas dispuestas a ayudarlo, algo en su talante tímido, de su seriedad e intensidad debía hablar de la firmeza de su voluntad y su clara inteligencia. Así sin más, dos días después de su llegada de Antioquia, Suárez entra en uno de los planteles más acreditados de la ciudad.

Marco Fidel narra su experiencia así:

“Tenía el Colegio del Espíritu Santo una sola entrada que estaba en el mismo lugar donde se halla ahora la puerta del Instituto que da a la calle trece o avenida de las Estatuas, cerca de la Pila Chiquita, como se llamaba entonces una fuente, con su pilón y cuenca de piedra destinada principalmente a abrevadero público. De la puerta corría una senda con nogales y sauces hasta el patio de suelo apretado, que ocupaba parte del gran patio del Instituto, muy bien enladrillado actualmente. Donde está ahora el tramo boreal alto y bajo, destinado a habitaciones de los profesores, estaba entonces una casa grande de paja con caballetes y corredores de teja como muchos en mi tierra; allí habitaba uno de los rectores con su familia y detrás de este edificio, colocado de este a oeste, quedaban el comedor del colegio, la cocina y el servicio interior.

El edificio destinado a estudios, exámenes, dormitorios y espectáculos -el colegio propiamente- era una manera de templo, grande como una iglesia parroquial, que corría de occidente a oriente, desde el cuerpo oriental del patio grande de ahora, hasta la pared de la carrera dieciséis, entonces casi desierta. El caballete era muy alto y las dos aguas muy amplias, empezando en la cima y rematando a cada lado a pocas varas de altura de la tierra. Toda el área cubierta pro ese enorme techo estaba dividida en naves por muros o tabiques; los dos centrales encerraban un amplio salón, donde se paseaban los estudiantes en las horas libres y donde se hacían los exámenes y se presenciaban las funciones de teatro en la primera época del colegio; en el testero estaba el escenario. Los dos muros siguientes a cada lado eran de dos altos; en los de arriba estaban los dormitorios, divididos en celdas y vigilados por un sereno de mucho casco romano; los de abajo servían el uno de salón de estudios y el otro de capilla. Finalmente, los dos espacios comprendido de cada lado entre el último tabique y el mundo exterior, muy bajito, servían para los lavabos y formaban las salas de baño diario.

El edificio era pues una construcción sencilla, regular y cómoda. Lo que es hoy el tramo oriental del gran patio del Instituto, era entonces un edificio dividido en varios cuartos para profesores y empleados, el cual tenía balcón al patio y balcón al salón teatral del colegio.

A esta casa, que recuerdo con cariño, llegué hace cuarenta y cinco años, precisamente en los primero días de un frío de agosto, habiendo experimentado en mi viaje la protección del señor don Teodomiro Angel, alto empleado del Banco de Antioquia y habiendo de recibir desde mi llegada y por varios años el favor sin igual y la paternal benevolencia de don Sergio Arboleda y de don Carlos Martínez Silva, rectores del colegio, ilustres patricios, honor de la república, luminares de su cultura, fautores de su organización y educadores de su juventud.”

Debió ser difícil para el muchacho aclimatarse a Bogotá. Marco Fidel era tímido, carecía de la seguridad que da una infancia resguardada, no tenía el desparpajo que proviene de una alegre juventud. Estas circunstancias le hacen recordar con cariño a Juan Francisco Mantilla, quien: “fue uno de los primeros condiscípulos que tuve en Bogotá en el Colegio del Espíritu Santo y por cierto que su trato saleroso y jovial me fue favorable para desatar el encogimiento que siente el recién llegado, cuando se ve de repente en medio de muchos sujetos desconocidos que en realidad acrecientan la soledad y la timidez.”

El Colegio, acreditado entonces en toda la nación, contaba con un grupo de profesores de la más alta calidad, patriotas y políticos que trabajaban por la formación de una juventud hasta entonces obsesionada por las guerras civiles y las pugnas partidistas. Suárez recordaba entre ellos a Miguel Antonio Caro, a Santiago Pérez, a Juan Antonio Pardo, a Aníbal Galindo, a Climaco Calderón y a muchos otros.

Desde 1881 Marco Fidel empieza, él mismo, a dictar clases. Entre sus discípulos están Antonio José Cadavid, José Vicente Concha y Miguel Abadía Méndez. Los volverá a encontrar, más adelante en medio del camino de la vida, no siempre como sus partidarios.