Biografía

Los comienzos de Marco Fidel Suárez

Es una luminosa mañana de 1862 en una aldehuela antioqueña. El niño se detiene en la puerta de su choza antes de empezar a caminar por la única calle del pueblo, va descalzo y abrigado tan solo con una ruanita desteñida. Sesenta años más tarde, el adulto que llegará a ser evocará ese instante en su obra Los Sueños de Luciano Pulgar:

“Déjame recordar que en Belvalle cuando iba a ayudar a misa, sentía dulce emoción al mirar el sol oriente que se levantaba en la depresión de Barbosa, enteramente horizontal y correspondiente a la embocadura del Meta en el Orinoco, el día de san Juan en junio que es casi el solsticio de invierno.” [1]

Ese niño es Marco Fidel Suárez, hijo de una lavandera. Será Académico, Canciller, presidente de la República, pero siempre recordará esos días de infancia con amorosa nostalgia. El mismo Marco Fidel describe así el paisaje en los “Sueños de Luciano Pulgar”, su obra autobiográfica, escrita en forma de diálogo y compuesta por una deliciosa mezcla de recuerdos, disquisiciones gramaticales, opiniones políticas y precisiones históricas.

LORENZO —Y ¿cómo es el sitio o asiento del pueblo?

LUCIANO —Puede decirse que un principio fue el valle del Niquía, indiviso entonces, ligeramente inclinado, muy verde y regado en especial por el río de La García, cuyo caudal merece aquel calificativo. Esta corriente tiene de un lado el llano y del otro el pueblo, que es una calle muy larga salpicada de casas, con algunas pocas manzanas en torno del templo. Muchos frutales excelentes, maizales, cañaduzales y platanales muy prósperos, en las tierras prietas de las playas del río Medellín y en las bermejas más elevadas, que recuerdan los terrenos de la cordillera occidental del valle del Cauca, aunque en miniatura.

FABRICIO —¿Qué nos dice de los montes de su tierra?

LUCIANO —El llano tiene por orla la cordillera occidental que vimos en el Sueño de Medellín. En Hatoviejo ella se arquea formando un gran recodo, lo que es causa de sus varias aguas y alturas. Por occidente la cordillera tiene dos altos, porque primero ostenta la ceja o cornisa visible desde la plaza, para formar en seguida un macizo o altiplano dominado atrás por la cordillera más alta. Allí sobre esa altura y en confines de San Cristóbal o con vertientes hacia Loma Hermosa, es donde se hallaron unos baldíos, que habían estado ignorados toda la vida y que resultaron buenos para el cultivo, según he oído decir en Bogotá. Las alturas de la cordillera llevan los nombres de la Palma, Sabanalarga, Gallinazo, la Palizada, Tierradentro, Quitasol y Medina.

LORENZO —Muchas aguas dice nuestro amigo que tiene su pueblo, ¿no?

LUCIANO —Sí. En el macizo o explanada superior que dije, nacen dos riachos importantes, que son el de la García, el cual provee fuerza para mover los telares, y el del Hato que rinde sin tasa todas las fuentes para las casas del poblado. Las aguas de entre ambos son muy frescas por bajar de parajes fríos.  El riachuelo o quebrada del Hato forma una cascada al propio occidente del lugar la cual se divisa a gran distancia por el valle, ostentando en verano una figura blanca y mística como si fuera una ilustración de Gustavo Doré. Por esa cascada me descolgaron, empleando exactamente el método de la cueva de Montesinos con don Quijote, mis amigos el padre Baltasar, los Agudelos y los Arangos, a quienes estoy viendo en este momento como si sintiera el apretón de la soga.  De la parte anterior de la cordillera, ya en tierra templada, nacen los arroyos de Medina, sarta de pozos muy profundos, el de las Señoras, al pie de Quitasol, tibio y adecuado al uso que su nombre expresa; la Chiquita, que desciende de un guaico o cañada protegido por una colina cuyo perfil ondea muy bonito; el del Barro, de aguas muy limpias, que dejan ver una corriente perenne de finísimas arenas; la Guzmana, arroyito tibio y de olor de greda que nace en la llanura; la Loca, que en sus corrientes saca verdadero su nombre; y la Madera, cerca del puente de Hatoviejo, muy brava en sus avenidas y procedente del cerro del Picacho, que domina faldas pedregosas, cubiertas de arbustos  y pajonales y cuyos flancos decía don Hermenejildo Trujillo que se parecían mismamente a una montaña en Angostura. [2]

Reproducciones de la choza donde nació Marco Fidel Suárez. s.f. Colección Particular. ©TeresaMorales
Reproducciones de la choza donde nació Marco Fidel Suárez. s.f. Colección Particular. ©TeresaMorales

La “calle larga” que divide al pueblo estaba habitada por familias acomodadas en la parte baja y por las más humildes en la parte alta. Se dividía en dos para formar una placita cubierta de césped y sombreada por árboles centenarios. Pero aun los dones de la “calle abajo” no deberían ser muy ricos puesto que la legislatura del Estado de Antioquia, por medio de una ley expedida el 5 de diciembre de 1857, cuando Marco Fidel tenía dos años, eliminó el Distrito de Hatoviejo y anexó su territorio a Medellín por ser sus rentas muy exiguas y la calidad de vida “muy precaria.”

La choza donde vive Marco Fidel tiene tres habitaciones pequeñas, el piso de tierra y el techo de paja; la comparte con su madre Rosalía Suárez y más tarde con su hermana Soledad. Por parte de madre su historia es de humildad y de trabajo. Consta que en 1814 vivía en la aldea de San Pedro, vecina de Hatoviejo, Cayetano Suárez, quien casó con María de los Ángeles Jaramillo. Al año siguiente nació Pía Suárez Jaramillo, abuela de Marco Fidel. Pía tuvo dos hijas naturales que se llamaron Dionisia y Rosalía, cuando todavía era muy joven.

Años más tarde, ya radicada en Hatoviejo, Pía se casó con Pedro Tamayo. Uno de los hijos de este matrimonio es el “tío Mauricio” a quien Marco Fidel recordará siempre con cariño y gratitud, como veremos más adelante. El 23 de abril de 1855 Rosalía tiene un niño hijo de uno de los dones de la “calle abajo”, el joven José María Barrientos. Don José María pertenece a una familia cuyo árbol genealógico se remonta a España en el siglo XVI y que ocupa un puesto preeminente en la historia de Antioquia. Entre sus miembros están Don Francisco Javier Barrientos firmante de la Constitución del Estado Soberano de Antioquia en 1812, Don Alejandro Vélez Barrientos, Gobernador de Antioquia en 1830 y Don Joaquín Barrientos y Zelada, patriarca a la antigua usanza, de quien descienden gobernadores, presidentes, ricos ganaderos, industriales y toda esa raza que hizo de Antioquia un ejemplo de laboriosidad y empeño.

Rosalía Suárez trabaja incansablemente. Esa continua actividad la hace semejante a una abejita. Con ese nombre la recordará Marco Fidel en “Los Sueños de Luciano Pulgar”. En efecto: Rosalía lava la ropa de los “dones” en la quebrada de La García que corre cerca a su casa, la plancha, la arregla y corre a entregarla calle abajo. Ella amasa colaciones y dulces que lleva a vender o deja que los niños ofrezcan, debe trabajar duro pues no tiene el apoyo de un esposo, ya que don José María no ha reconocido a su hijo por no hacer sufrir a su legítima esposa, doña Lucrecia Gutierrez. Estamos a mediados del siglo XIX, las costumbres de la época no permiten que el hijo natural de una campesina entre a formar parte de una familia tan principal.  Ese año de 1862 don José María es nombrado por el presidente del Estado Soberano de Antioquia, General Marceliano Vélez, como comandante de la guardia municipal de Heliconia.

Rosalía Suárez. Miniatura Anonima. s.f. Colección Particular. ©TeresaMorales
Rosalía Suárez. Miniatura Anonima. s.f. Colección Particular. ©TeresaMorales

En los Sueños, Marco Fidel nunca se referirá a su padre, aunque tiene con él relaciones cordiales, como se verá. En cambio, hablará con gran gratitud y ternura de Rosalía:  “Porque aquella persona humilde y adorada de mi corazón de quién he hablado otras veces, me daba ejemplo de tierna caridad recibiendo al sacerdote, brindándole su pobreza bajo la forma de un limpio refrigerio servido en su porcelana más guardada y lavándole con respeto las ungidas manos. Al despedirse, él le daba palabras de bendición que le habrán servido a ella y que también me habrán servido a mí, peregrino todavía de estas sendas, una de cuyas espinas más agudas han sido los improperios de la locura republicana contra nosotros dos.” 

En el Sueño de la Queja, alguien pregunta a Luciano por qué lo persiguen y él contesta: “Te diré que el secreto de todo esto lo expuso acertadamente hace poco el Doctor Gómez Ochoa, republicano benévolo, atribuyendo ese secreto a la debilidad y circunstancias oscuras de uno que ama la verdad y se atreve a defenderla, aunque con triste y en cierto modo temeraria defensa. Ese es el secreto de mis desventuras y el haber vivido al lado de la abejita adorada que fue mi providencia y que es mi ángel de la guarda.”

Dice Suárez, además: “Yo, aunque soy más malo y más impío que el retrato que venden de mis las Euménides, me he acostumbrado a pensar en aquel medio verso de Virgilio que comentó Ambrosio de Morales, corifeo de la historia de España». Dice así el medio verso: «Fata viam invenient», que es como decir: los hados hallarán camino, la Providencia guiará, Dios conducirá a su criatura. A este respecto dice Morales: ¿Cómo es posible que un gentil hable con toda esa fe y toda esa esperanza? ¿Y, como es posible que yo, bautizado y matriculado en la grey de Cristo no escoja aquel sentimiento como norma de mi conducta? Si, por oscuros que se presenten los caminos de la vida, la fe en la providencia nos salva. 

Rosalía lleva al niño a la antigua iglesita todos los días. Allí se encuentra con el padre Joaquín Tobón, cura párroco de Hatoviejo desde 1833. El padre Tobón había bautizado a Marco Fidel al día siguiente de su nacimiento y lo quiere entrañablemente, Suárez lo recuerda así en el Sueño del Verano:

“Parece que (esto) me renueva ciertas especies depositadas entre las neblinas de la memoria y referentes a las explicaciones de Historia Sagrada y Eclesiástica que solíamos recibir hace más de medio siglo en el patio del padre Tobón; del señor cura, como decíamos. Me imagino que lo estoy viendo, tan venerable como un obispo, rezando el oficio divino a lo largo del corredor de la casa, que daba sobre la plaza del pueblo, paño de esmeralda bajo el azul de aquel cielo, el cual era quitasol desplegado sobre esa tierra intacta y risueña, antes que el subsuelo bermejo saliese a mancharla con las excavaciones de las obras nuevas. Apenas divisábamos al señor cura desde la otra esquina de la diagonal de la plaza, nos quitábamos los sombreros y pasábamos silenciosos y recogidos mientras alcanzábamos a verlo. Los domingos solía ir a visitarlo el doctor Berrío, prócer de la paz y del buen gobierno, quien llegaba montado en una mula alzana o en el caballo mosqueado, soberbios animales. Nosotros criados en sencillez y obediencia, le descalzábamos las espuelas. El doctor y el señor cura conversaban y nosotros oíamos sin que ellos nos ahuyentaran.”

Marco Fidel no tiene un padre que vele por él, pero siempre encontrará apoyo y estímulo en los sacerdotes que lo conocen. La figura paterna es reemplazada por hombres de Iglesia, jóvenes y viejos que aprecian su inteligencia y lo llevan a estudiar donde creen que sus facultades serán mejor aprovechadas. Ese año de 1862, la escuela está cerrada por falta de maestro. Al año siguiente es nombrado Baltasar Vélez, nueve años mayor que Marco Fidel, de quien será siempre amigo y confidente. La escuela, como todo el pueblo es muy pobre. Por un informe del jefe municipal sabemos que asistían 25 niños, pero solo había 5 mesas, 4 bancas, 56 «cuadros», 1 silla y 2 aritméticas.

Los biógrafos de Suárez hablan de la humildad de su origen, de su triste infancia y de su pobreza; pero los recuerdos de su niñez son siempre alegres y tiernamente nostálgicos y siempre habla de los niños compañeros de escuela como de sus iguales. Parecería que, en un pueblito antioqueño de mediados del siglo XIX, cuya escuela solo poseía una silla, los niños deberían ser todos igualmente necesitados.

A mediados de 1866, a los 11 años, Marco Fidel se va para Fredonia con el padre Joaquín Bustamante, para entrar al colegio del padre Marco Aurelio Restrepo donde se desempeña como pasante. Al año siguiente vuelve a Hatoviejo, pero no dura allí mucho tiempo: en 1868 va a La Ceja, al colegio de la Santísima Trinidad, fundado por el padre José Joaquín Isaza y dirigido por el padre Sebastián Emigdio Restrepo. Allí estudia aritmética, teneduría de libros, religión y castellano; Historia Sagrada y urbanidad.

Todos sus profesores se admiran de su seriedad, de su memoria prodigiosa, de su inteligencia y su conducta irreprochable. Todavía se conserva un ejemplar de la “Memoria científica sobre el cultivo del maíz”, del poeta Gregorio Gutiérrez González que le fue obsequiado por el padre Vélez. Dice así la dedicatoria: “A mi querido y virtuoso discípulo Marco Fidel Suárez. Un recuerdo de cordial estimación i un premio debido a su talento modesto, a su amor por el estudio i a sus virtudes. Débil obsequio de su maestro y estimador. Baltasar Vélez V. La Ceja, 26 de octubre de 1868.”

Suárez fue educado por sacerdotes que moldearon su espíritu en el amor a Dios, en la humildad y en la modestia, virtudes que recordará toda la vida. Los padres Baltasar Vélez, Joaquín Tobón, Joaquín Bustamante y Monseñor José Joaquín Isaza, lo protegieron, lo estimularon y le dieron el apoyo y el consejo masculino que necesitaba.

No hay que admirarse de que Marco Fidel se sintiera tan vinculado a la Iglesia y que considerara a estos sacerdotes como su familia. Hasta la muerte estará atado con vínculos de gratitud a la Iglesia católica que, en sus días de infancia, en los que se debía sentir desprotegido y solitario le brindó comprensión y apoyo.

Marco Fidel Suárez. s.f. Colección Particular. ©TeresaMorales
Marco Fidel Suárez. s.f. Colección Particular. ©TeresaMorales

El niño atraviesa la plaza verde y soleada y se dirige a la iglesia para ayudar en la misa. Recordará más tarde, en El Sueño de la Masonería: “A mí me gustaba mucho servir como acólito en las funciones eclesiásticas, oyendo el armónium, respirando el incienso, contemplando la iluminación y las flores del altar, admirando los ornamentos y las joyas que brillan en las festividades sagradas.”

Hay que imaginarse al niño que se postra a los pies del altar extasiado ante la belleza que transporta todos sus sentidos: la música celestial, el olor de la cera y del incienso; está deslumbrado por las luces, las joyas, los ornamentos bordados con hilos de oro y las flores, que no debían ser grandiosas, pero que debían parecerle espléndidas. Debía imaginarse, el humilde niño campesino, que así debería ser el cielo.


[1] Suárez, Marco Fidel, Sueños de Luciano Pulgar, El sueño de mi pueblo, T IX pag. 122.

 

[2] Suarez, Marco Fidel. Ibídem